Introducción
Desde sus orígenes en la Grecia clásica la Filosofía se constituye como el saber más general y profundo sobre la realidad, porque se ocupa del conocimiento del ser en toda su amplitud a la luz de las últimas causas y primeros principios.
La Filosofía, por su propia naturaleza, constituye un saber de segundo orden, pues sólo superando el plano epistemológico del conocimiento espontáneo y científico es posible alcanzar la unidad de sentido y universalidad a la que tiende la Filosofía.
En este contexto, la Filosofía de la Educación puede definirse como la aproximación al mundo de los fenómenos educativos desde una perspectiva filosófica. Se encuadra, por tanto, en el ámbito de la Filosofía Práctica pues constituye un saber de la acción, para la acción y desde la acción.
En consecuencia, su fin principal no es tanto la contemplación de la realidad educativa como su mejora (Amilburu 2010). La Filosofía de la Educación no siempre es valorada adecuadamente por parte de los filósofos: algunos la consideran una filosofía “de segunda clase”, porque se trata de una de las ramas de la Filosofía que toma otra actividad humana como objeto de estudio. En otras ocasiones, el menosprecio hacia la Filosofía de la Educación tiene su origen en los prejuicios de los propios educadores, que la consideran un saber bello pero inútil, incapaz de orientar efectivamente la educación que es, ante todo, una tarea práctica.
Así, la Filosofía de la Educación ha sido denostada desde dos frentes: de una parte, por filósofos que se empeñan en encajar las ideas entre sí de modo que formen un sistema coherente en lugar de comprender su verdad y unidad esencial; de otra, por aquellos educadores que conciben la propia tarea como una actividad fundamentalmente práctica, de la que se esperan efectos beneficiosos inmediatos visibles y mensurables, en el ámbito del aprendizaje.
Estas críticas no hacen justicia a la Filosofía de la Educación, aunque hay que reconocer que en ocasiones tienen cierto fundamento sobre el que sustentarse porque, a veces, los filósofos de la educación,urgidos por la necesidad de dar respuestas inmediatas a los problemas concretos que plantea la práctica educativa,descuidan la profundidad y el rigor metodológico que requiere una disciplina filosófica, y no hacen propiamente una Filosofía de la Educación (White 2003).
Y otras veces, para contrarrestar esta opinión negativa extendida entre los filósofos y demostrar que son ciudadanos de pleno derecho en la república de los sabios, algunos filósofos de la educación se centran exclusivamente en análisis y cuestiones autorreferenciales sobre la propia disciplina;como cuál es la naturaleza de esta materia, la definición de su estatuto epistemológico, sus vinculaciones con otras ciencias, el lugar que le corresponde en el conjunto de los saberes filosóficos o pedagógicos. (Haldane 1989).
Esto supone, en realidad una “reflexión-sobre-la-reflexión acerca de la educación” una especie de “meta-Filosofía de la Educación” carente de interés para los educadores, que aleja a la disciplina del ámbito de la práctica educativa real y de las preocupaciones concretas de sus protagonistas. Se trata, en el mejor de los casos, de una sistematización abstracta sobre temas académicos, sin incidencia en la educación tal y como la experimentan sus protagonistas padres, profesores y alumnos, en su actividad diaria.
Sin embargo, y a pesar de estas críticas, es comúnmente admitido que existe una Filosofía de la Educación implícita en las obras de muchos filósofos desde Platón a Gadamer, que constituye, en algunos de ellos, el núcleo de su pensamiento.
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